El hijo puta

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NOTA: Segunda publicación (y corrección) del post, publicado originalmente hace ya unos años.

Un viernes apareció a mi lado. Primero distante, luego poco a poco fue acompasando, no sin sufrimiento, su andar con el mio. Así  hice los diez kilómetros habituales de mis ya sobrepasados "one million steps". Acompañado.

Pensé que era un perro de alguien de la playa, pero fue mirarle a los ojos y me di cuenta de que no. Estaba abandonado; triste, hambriento y desaliñado. Grande, blanco, con una mancha negra en un muslo trasero, de ojos grandes y tristones, supongo qué, aún a media vida.

No me olió ni una sola vez, ni se acercó a más de cinco metros los primeros kilómetros, luego poco a poco fue cediendo, y finalmente, me seguía como un penitente, primero unos pasos por detrás, luego ya a mi par, cansino, pero extrañamente orgulloso en su andar.

Me dije -la compañía perfecta, cero palabras, todo sentimientos. Saqué los cascos y le susurré "telepáticamente" -tú si que sabes ganarte a un "amo", pero vas mal conmigo, si esa es tu intención te estás dando la paliza del siglo para nada- las fuerzas no le sobraban, era evidente.

Terminé mi caminata. Me siguió al coche. Como un idiota, me vi buscando en las guanteras si tenía algo que darle de comer. Solo chicles de menta. Meneé la cabeza, él creo que también, e hizo algo que me ganó por completo. Se fue. El cabrón, se fue.

El próximo viernes, tras andar apenas unos metros lo vi, allí estaba, persiguiendo gaviotas. Había más gente, no mucha, pero si dos o tres Forest Gump, los mismos de siempre. Me paré. Lo observé detenidamente. Igual de esquelético, quizás más. Más deteriorado. Más desesperado.  Pero allí estaba. No perseguía a nadie. Solo a esos gorriones bulímicos con diarrea crónica.

Lo intenté rebasar, como quien intenta evitar con disimulo a alguien conocido por la calle. Lo logré, o eso pensaba. No se cuanto tiempo llevaba allí, con la música no me enteré. Pero vi su sombra en la arena, unos pasos por detrás. Me siguió los cinco recorridos que dí a la playa. En silencio. Cada vez que nos cruzamos con alguien, alzaba la cabeza orgulloso -aquí voy yo con mi amo... no me toquéis los cojones que...-  creí leerle en la mente.

Y como en un deja vu me vi otra vez volviendo al coche. Como un idiota. Un idiota, si.  Me recriminé por no acordarme del pobre canino. Ni un mendrugo de pan le traje. Me miró expectante. Me metí en el coche avergonzado. Arranqué, miré por el retrovisor pero el muy cabrón no hizo ni el más mínimo ademán de perseguirme, algo que sería excesivamente cruel para un desalmado como yo. Qué cabrón.

El viernes próximo, si, como todo lo malo se tiende a olvidar, se necesita olvidar, ya lo tenía olvidado. Pero allí estaba. Acostado delante de la escalera de madera que baja a la playa. Imposible no delatarme. Hice mi parada para ponerme los cascos y observar la playa. Marea baja, una tarde preciosa. Y el hijo puta allí, mirándome como quien espera a un viejo amigo.  Fue verme y se levantó. Anduvo unos metros, jugando con una gaviota muerta, muy muerta. Solo plumas.  Luego, la abandonó, me miró. Me dije, en fin, que coño...me siguió todo el rato. Se sabía la rutina de memoria. Mis paradas para los estiramientos, mis jodidas fotos conceptuales, mis zig zags para evitar las riachuelos que vierten a la playa... se lo sabía todo. El muy cabrón.

Que empujaría a un animal como aquel, al que no hice el más mínimo mérito por ganarme, a seguirme como un alma en pena gastando la energía que evidentemente no tenía. Sentirse un perro quizás. Mira que saco fotografías en la playa, pero no sé muy bien porqué, a él nunca le hice una. Bueno, miento, una si. Cuando paraba para encuadrar, el giraba sobre sus pasos y permanecía allí estático, me observaba con curiosidad, pero nunca se metía en foco. Nunca. Cabrón.

Volví al coche. Como un idiota alcé la mano a modo de despedida. Me observó, se dió la vuelta y por el retrovisor lo vi volver camino abajo a la playa. Sin pensarlo, frené.

Aparqué el coche. Volví sobre mis pasos. Lo observé. Allí estaba él, acurrucado al lado del montón de plumas. Indiferente a los que aún quedaban en la playa.  Me volví para el coche sonriendo, no sé muy bien porqué. El muy cabrón.

El viernes próximo no pude ir, marea alta, la familia quiso ir de compras... yo que sé. Quizás tampoco me apetecía caminar acompañado. No fui. Y así pasó otra semana y volví ya con la certeza de que no estaría. Me equivoqué. Lejos, en medio de la playa. Inconfundible su táctica de caza al vuelo. Nunca cogía nada. Pero era sorprendente lo alto que saltaba. El hambre es la mayor catapulta, me decía un profesor cuando niño.

Hacía mala tarde y no había nadie. Solo él y yo. Me dije. Le dije -para el viernes, quizás mañana si vuelvo, me molesto en traerte algo- con la de cosas que me caducan en la nevera.  Me siguió toda la tarde. Anduve más de lo estipulado, pero no hizo el más mínimo atisbo de evitar la caminata. Se veía mucho peor. Más demacrado. Más esquivo. Más ausente la mirada. Más, menos perro. 

Nunca lo toqué, ni por supuesto acaricié. Ni siquiera al despedirme. Me limitaba a saludarlo con la mano. Como quien saluda a alguien que conoce solo de vista cuando se cruza con él. Pura cortesía. Pero  algo es algo, ¿no?. No soy tan cabrón.

Y ayer, si ayer viernes, bueno, hoy ya hace unos días, volví, esta vez por fin con comida. Unos sobaos (caducados) que había comprado "por error" para hacer un tiramisú... si, sin comentarios,  para mi es fácil confundir sobaos con lenguas de gato. Pero no estaba. Caminé un rato por la playa con el paquete de veinticuatro sobaos debajo del brazo, como un gilipollas, o eso debían pensar los que se cruzaron conmigo e incluso yo, para que negarlo. Pero nada. Me volvía cada poco, pero no estaba. Di así dos vueltas a la playa, hasta que ya harto de causar una impresión errónea al personal, decidí ofrecérselos a las gaviotas. Error. Nunca hagáis eso. No me dieron tiempo ni a sacarlos de sus plastiquillos individuales. La escena debía de ser de lo más cómica vista desde la distancia. Si, para mearse. Cabrón.

Luego ya libre del lastre, continué el paseo pensando -qué habría pasado con él-. Muerto quizás. Lo habría acogido algún alma caritativa. Atropellado. Una enfermedad (el hambre). Así anduve mis dos horas. Hasta que lo comprendí. A veces, la verdad, la realidad está tan cerca de los ojos, del foco, que no la ves, necesitas distanciarte, verlo con perspectiva. Por fin, lo comprendí. Fue un alivio, o no. Cabrón.

La naturaleza, la fauna, los animales en general, lejos de funcionar por un mecanismo "romántico" es más bien, algunos dirían cruel, pero yo lo definiría como "funcional". Sobrevivir es la consigna y a veces el único leitmotiv existencial. Un perro por muy "humanizado" que sea, no escapa a esa lógica. O eso pensaba. Lo que me desconcertaba en realidad fue su elección. Porqué yo. Pero tampoco era eso, en realidad era, porqué solo yo. Eso no tenía sentido alguno dada su naturaleza canina, y menos en su situación. Al principio pensé, supongo que influenciado por la música de fondo de mis cascos, qué el animal no se... quizás me veía como alguien que caminaba de forma regular, sólo, como él, que no me preocupaba en ahuyentarlo, cómo seguro le había ocurrido con otros homínidos. En fin, me decía... le he caído en gracia al chucho. Pero aún así, algo no cuadraba.

Finalmente lo vi. No al animal, más le vale. La respuesta. Estaba tan clara que tuve que detenerme y sentarme en unas rocas. Me saqué los cascos. Solté un inevitable ¡joder, qué idiota!, como no lo viste venir. Qué hijo de puta. Venganza, ese era su único motivo. Simple venganza.  Y así me quedé allí un rato. Un buen rato. Mucho rato. Sólo. Sólo, como un perro abandonado. 

Hijo puta.

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